domingo, 4 de septiembre de 2011

Prólogo

Escribir es liarse a golpes con las palabras (chillen, putas) hasta herirlas, sangrarlas. Es también emborracharse con ellas, acariciarlas, quitarles la ropa, hacerles el amor. Ellas tampoco se están quietas y nos hacen sudar, no dormir, llorar. Escribir es, además, mostrar las tripas, el sexo, las nalgas, el corazón. Leer debiera ser lo mismo.

Arcadio Acevedo, en El Postigo, nos muestra las uñas sucias y las ganas de matar; el deseo por las piernas de la Monroe y el dolor impotente ante la muerte. Su texto –novela corta, cuento largo, ninguna de las dos, qué importa- es suma de textos, fotografías en sepia de los momentos específicos, película de continuas disoluciones donde es importante lo que se cuenta, pero también lo que no; lo que se alumbra y lo que queda a oscuras.

Un hombre joven, un perro viejo. Dos seres al margen de la familia feliz y el amor conseguido. Un joven sin nombre y Dicaroa. Dos habitantes de la calle que monologan, conversan, discuten. Una vida, dos, sin más matices que los nuevos desconsuelos cotidianos: una novia que se va, el cinturón del padre que repta por los muros, un coito y una patada, los vecinos que aman las pasiones que se peen quedo, los buitres que van a misa...

Es El Postigo (no tan) soterrado albur, poema sentido, análisis de la naturaleza humana, simbiosis del humano y animal (un hombre y su perro; un perro el hombre; un hombre el perro), poliedro de un ser que se resiste –y se da, a su pesar- a la ternura.

Arcadio Acevedo, de mucho tiempo atrás, enseña a diario, en múltiples publicaciones, en el ejercicio velocísimo del periodismo, su disposición y destreza imaginativa, su nada desdeñable conocimiento lingüístico, su inevitable gusto por lo lúdico. Sin embargo, pese a su evidente talento narrativo, sólo ha publicado El Postigo; aunque desde siempre la escritura ha sido el peine con que se saca los piojos, sólo ha mostrado, literariamente, este texto joven*.

Ojalá vengan otros. De cualquier modo, la vida pasada no es renunciable y uno vive con los recuerdos a cuestas. Hay una rabia en la adolescencia que acaso nunca muera. Arcadio, adolescente, escribió. Arcadio, ahora, escribe. Y de nuevo tiene espuma en la boca.

Héctor Cortés Mandujano


* Después de la segunda edición de El Postigo (1998), ha publicado Romeo Anaya, guerrero auténtiKO (2004), Las Bolitas (2005), Crónica intermitente de un constante desamor (2006), El matador: vida y milagros (2007) , Pablo, a ras de cancha (2007) y Los Bolonautas
(2010).

Ha participado en la ilustración con caricaturas de la Agenda de la Rial (2008, 2009, 2010, 2011, 2012) y el libro conmemorativo de los 25 años de la Rial. Ilustró portada de Lectura de un naufragio y portada e interiores de Poemas animalitos (Alejandro Riestra, 2010).
En su faceta de caricaturista sus trabajos han sido publicados en El Chahuistle y El Chamuco. En la sección dedicada a los moneros de provincia, parece antologdo por Rius en el libro Los moneros de México (Editorial Grijalbo. 2004, 2012).


 


Aviso inoportuno

No había premeditado publicar este libelo. Lo escribí porque, aún adolescente, tuve tiempo de sobra y el coraje indispensable. La escritura ha sido, desde siempre, el peine conque me saco los piojos de la inconformidad. Sin embargo, el pasquín ha salido a la calle en dos ocasiones, incluida ésta.

Mi cómplice y azuzador en la edición primera se llama Alfonso verduzco. Ensayando humildad opuse una débil resistencia al proyecto: “Por más que le busco no hallo mérito literario ninguno”, alegué. “Yo tampoco. El perro está muy flaco para mastín... pero tiene rabia, contestó.

De Alfonso verduzco retengo pocos detalles: trabajó de obrero hacia los años sesenta en Francia, es creador y miembro activo del Club Cultural Artístico Zamorano en Michoacán. Con sus recias facciones y casi dos metros de altura alborotaba a la mujerada y a uno que otro macho dubitativo. Es un cura alivianado y alivianador.

La aparición del panfleto en el seno –en los dos- de un pueblo pequeño, pío, ultra conservador, tuvo los efectos de una granada explosiva. Las malas lenguas, y las buenas por descontado, me acusaron de comunista (a mí, cuya lectura más colorada había sido La Caperucita), mariguano, loco y amargado. Algunos padres de familia prohibieron a sus retoños alternar conmigo. Mi madre, católica de cepa, confesó públicamente sentirse avergonzada de su segundo vástago.

Ese impensado debut como “escritor” significó para mí, muchacho de veinte años, una experiencia imborrable y, por qué omitirlo, traumática. Creo que, a consecuencia de ello, me nacieron brasas en los pies. Treinta años de adioses ha granizado hasta la fecha.

Accedí a resucitar El Postigo, copia infiel del original, puesto que suprimí trece de los treinta capítulos que lo conformaban, por parecerme cursis en exceso) con un solo y definido propósito: ayudar a alguien –ayudarme- a preservar la espuma en el hocico.


Prólogo original

Arcadio Acevedo y su primer libro –porque habrá de ser sólo la primera inquietud de las muchas, por ahora juveniles, del escritor que nace así a la luz de este arduo oficio-, es un mirar y remirar para dibujar, muchas veces con mano maestra, esa fisonomía tan de ayer y de ahora y que es patética en la figura literaria que surge sencilla, natural, niña y adolescente; pero con presentida madurez.

Búsqueda de senderos que, claros y ya vistos, ya caminados, se tornan redivivos en las palabras viejas y nuevas de este pintor de trazo certero, que maneja el pincel con lo que, pareciendo amargura, es el cariño por el señalamiento sincero de lo que es, sin buscar el falso escondrijo de la hipocresía.

Leer a Arcadio Acevedo, es asomarse al postigo sin miedo. Es gozar y sufrir, reír y llorar. Es pensar, sin dolernos, en que la verdad no peca aunque incomode.

Para muchos habrá de ser este primer libro de Arcadio, piedra en la cara. Otra piedra en la cara. Para otros, será el sarcástico recuerdo del ser no ser de los que viven, -de los que vivimos-, a la vera de este río de “querubines de alegoría”.

Francisco Elizalde García. 1967. Zamora, Michoacán.





 

A la tierra que mi corazón eligió
para alear con ella sus cenizas

I

Escribo. Escribo idioteces, sinsentidos, tarántulas y amarguras con tinta añil. Escribo chupamirtos, nubes altas y payasos con lápiz. Con crayón escribo tu vientre. Escribo amanecer con la mugre de mis uñas.

Siempre he querido creer que estas manos, mis manos, son manos de escribidor. Magnífico. Pero algún jijo me atiborró de borra la cabeza. Mi cerebro es, pues, un embutido de borra vil. Lástima.

Escribo cuentos cortos, diluvios, gatos largos, bramidos en pantuflas, lunas tísicas, recuerdos con lombrices. Cambio la esfera que respira en la oquedad de mi atmósfera por la punta de un cuchillo bordado en la funda de mi almohada.

Las ideas de mi cerebro son geniales pero les gusta arroparse, encaramarse dentro. Ideas cobardes, revueltas con serrín, niéganse a destilar por mi pluma. Ideas vampiros mis ideas. Lástima.

Escribo bosquejos de fantasmas, pecados de cartón, espermas subrepticios, penes como algodones de azúcar por la pena, coitos sobre hojuelas de urbanidad.

II

Escribo frente a la foto de mamá, frente al cinturón de papá reptando por los muros. Escribo violines de Villafontana, escribo con el fondo musical de la orquesta y coros de Ray Connif:

Te besé
y llevo dentro tu aliento
-pedazo de tu alma-
su esencia
tu alma entera.
Por eso
cuando te vayas
-si te vas-
tendrás que soportar
la inútil y agobiante carga
de dos
cuerpos vacíos.
Yo me quedaré esperando
tu regreso
-si regresas-
En compañía de dos almas:
La que te robé
en aquel beso y la mía.

Escribo novia con los ojos aguados y el corazón hecho una sopa hirviendo en gratitudes. Escribo WC. Cambio el bombón que me palpita en mitad del cuerpo por un puño de sal, o por un puñetazo, o por un buche de vinagre.

Escribo con la lengua, con el soplete de mis fosas nasales, con la lupa de mis ojos, con el buril de mi temperamento romo, con percusiones de vísceras.

Escribo. Tiro las palabras y las pincho, las ensarto, las diseco en papel, sin previa autopsia, como caen: acostadas, insaboras, verticales, en cuclillas, vivas muertas, insalobres, hijasdeputa.

Escribo en las paredes, en las telarañas púberes de las vaginas, en mi madre, en la tuya, en las sábanas inmaculadas, en el tímpano de la noche, en el caparazón de los quelonios, en las plumas caudales de los buitres y en las costuras del terror que me embiste.

Escribo bien o mal, no importa Escribo para escribir, para leerme nunca porque sé desde mañana el epílogo de mi texto. Escribo para no asfixiarme de aspirar únicamente.

III

Cuando la vida alza una pata y orina la punta de mis zapatos, escupo hoyos negros y catástrofes siderales. Me revelo en prosa o en verso me revelo. Me encabrito en broza o en mastuerzo.

Siempre que me prendo a las tetas de los sueños escribo. Cuando mis felinos oníricos se largan a copular por las cúpulas de los templos, cuando amenaza la brizna de luciérnagas, escribo. Desde nato, me he venido viniendo en letras diario.

Ahorita, orita mismo, les ruego humildemente a los murciélagos, inquilinos alados, salados, de mis intersticios, atestiguar, sin apachurrar los párpados, la erupción de un mástil de dieciocho años y algunas excrecencias escépticas de envergadura.

IV

Dicaroa tiene los ojos negros de buey. Tiene los ojos grandes, mansos, idiotas en su color y en su expresión. Los tiene llorones, suplicantes.

Dicaroa tiene el pelo oscuro y ralo, las orejas gachas y las uñas negras también. Dicaroa no tiene dientes ni casa ni amigos ni vergüenza ni perro que le ladre.

Dicaroa es un pobre tipo desvencijado. Su padre... ¡sabe dios! Su madre, una golfa roñosa como él, flaca y, dicen, perennemente embarazada de un silencio que se resiste a parir.

Dicaroa, sufre, faltaba más. Es un pero al que ha tratado la vida como a cualquier gente. Es un perro filósofo, resignado: “Males de humanos, consuelo de perros,”, piensa y piensa bien.

Dicaroa pasea su estampa intelectualoide por las tripas de su ciudad; suya porque la recorre toda todos los días. Dicaroa me gusta, me cae bien porque se parece tanto a su amo. Dicaroa es mi perro.


V

Los vecinos de mi pueblo lo conocen, lo aman. Viejos, jóvenes y niños los saludan chasqueando los dedos, chocando las palmas, con los labios estirados y un patín en el océano. Lo miman, pues. No te quiere quien no te hiere.

Los vecinos de mi pueblo son como las jacarandas floridas de querencia:
Aman la tierra que violan y calcinan.
Aman las aves de corral y las gaviotas que abaten.
Aman las flores aplastadas entre las páginas de los libros.
Aman el horizonte que culmina en las faldas de los cerros.
Aman las fantasías al alcance del tirador.
Aman el arco iris si nace y muere en el patio trasero de la casa.
Aman las pasiones que se peen quedito.
Aman la inflexibilidad de las matemáticas y la puntualidad de la muerte.
Aman la rebeldía que pide perdón por eructar.
Aman, sobre todo, el postigo de la puerta ajena.

VI

Se aburre el sol de calentar sombreros gafas negras y tejados. Dicaroa vuelve conmigo. En mi casa se divierte arañando pesadillas, oliscando sueños, imaginando vidas.

En mi casa, apretadito, cabe el mundo. Dicaroa lo repara. Dicaroa vive conmigo, los dos vivimos en la calle como todos en mi pueblo.

Costumbre curiosa: muros, muchos muros, muros gruesos transparentes. Simpático el apilo de casas blancas –concilio de pichones-, chaparras, de fachadas limpias y paredes de cristal.

Dicaroa se cobija con las pupilas que tapizan los interiores. Yo no duermo, nunca duermo. Les miento la madre.

VII

Amanece.
En la pequeña ciudad de garzas acurrucadas los buitres van a misa. Se desprenden de las paredes, del piso, de los rincones del aire, de la nada. Son gotas negras del llanto anterior. Son buitres y van a misa.

Pululan con las alas trespeleques. Discurren con los pellejos untados en la prótesis del alma, en la cara. Los buitres van a misa arrastrando por el pavimento su fatal desesperanza.

Trozos de castigo heredado, maniquíes de la culpa original, los buitres –cachorritos de serpiente cacharritos- van. A misa, porque sus padres fueron, porque sus nietos no irán, porque si no fueran... ¿quién pondría a tiempo el reloj apocalíptico?

A misa, porque les es más fácil refugiarse en la apacible neutralidad del templo; porque ahí quedan a salvo de la pedrea feroz de la existencia; porque la fe inoculada no les permite contagiarse de Dios más allá de los límites del sagrario.

“Te, rogamos señor, por las almas de Enriqueta y Josefina que perdieron la virginidad jugando a las cartas.
Apiádate, Jesús, de Crispín el tendero, que dicen que dijo que los curas son unos... Por la salvación, te pedimos, de Aniceto que tiene cinco mujeres y no mantiene a ninguna. Por los hijos de Consuelo: vagos, rebeldes, mariguanos, hocicones, prietos, con camisas de señorita. Por tus méritos, Señor, y los nuestros, ten piedad. Amén”.

Los buitres salen de misa disputando a picotazos las aureolas, con los senos caídos repletos de medallas, con la absolución enredada en las barbas del rebozo, hecha bolas. Salen ebrios de santidad, tumefactos de pureza. Los buitres salen de misa y se derriten por ahí, dando tumbos, intentando alzar el vuelo, sin fortuna.

VIII

“Odio las aves que padecen vértigos en el viento. Aborrezco los avechuchos domésticos, me vomito en los trinos subterráneos”, pienso.
-No todas las aves vuelan, ni cantan, ni son hermosas –reflexiona Dicaroa.
-No son aves, entonces. Son lombrices si se arrastran. Si se alimentan de despojos, hienas.
-Son útiles, devoran las porquerías.
-Las personas no somos desperdicios. Ni siquiera los jóvenes.

Dicaroa es un viejo. Está viejo. Le tiemblan las fauces, le castañetean los huesos cuando me ladra:
-No tienes derecho de juzgar a quienes cargan en la joroba por lo menos dos veces tu vida. No es culpable el hombre que, naciendo con sólo un ojo, vive tuerto.
-Culpa nuestra tampoco. Necio quien se arranca el ojo sano para sobrevivir ciego mejor que tuerto. Homicida si nos pretende a su semejanza.

Dicaroa se aleja furioso con su puño de huesos. Mis palabras se retuercen, se desbaratan. Me estoy acostumbrando a que salgan culebras de mi boca.

IX

Este méndigo perro casi me convence. Logra, por lo menos darme vuelcos en la panza. Tengo el miedo tan plagado de nombre muertos que, a duras penas, recuerdo el mío. Me llaman cosa, eyaculación refleja, zumbido inoportuno, caca de mosca, réplica condicionada, don espinillas, mister barros. Cuando nadie me mira, hurgo en el basurero en rabiosa búsqueda de mi nombre.

Algunas tardes me tumbo bajo la cama y repaso los mandamientos de mi ciudad, de mis mayores:
Amarás el valle fértil sembrado de cruces y campanarios.
No mirarás el monte arisco por azul que te parezca. En las cimas mora el diablo.
Amarás los pecados de tus mayores y tu vida será una eterna expiación par que puedas salvarte y se salven.
Amarás al dios de las espigas ejidales, dador frugal de las mieses impías. Lo amarás en tu parcela.
Adorarás la maleabilidad del cobre, la voz argentina de la plata, la insolencia del oro. Forjarás con ellos tu paraíso y tu infierno será el no poseerlos.
Bendecirás la mano que compre tu dignidad, tu vergüenza, tus convicciones, tus verdades, tu familia, con el céntimo que arroje a tu sombrero.
No robarás, mientras cuelguen harapos de tu cuerpo, mientras te sientes a comer migajas en el peldaño último, no robarás.
No jurarás el nombre de tu aval en vano

X

Se me trepa el cansancio por la espalda hasta el cuello y anida en mis párpados. Sueño que rezo y mi oración es ésta:

Hermano perro
consanguíneo de mi muerte
pariente de mi vida
mi mellizo inerme
peculio de mi suerte.

Hermano perro
ven y muerde esta carne yerma
muerde esta lengua mía
que se alimenta de arena
y sangre ausente.

Despedaza mis ojos
que han visto nada;
mastícalos hasta que suelten
el jugo de los cerdos
que llevan dentro.

Arranca estas manos torpes
que no pudieron
sostener su mundo.
Garras que hendieron lajas
y los pies que anduvieron
tanto y me llevaron siempre
a ningún faro.

Devora mis labios
que babearon fuego y clavos.
Arrastra mi cuerpo, llévatelo
espárcelo en baldío
en surco agónico
en camino de acémilas
desconocido.
Piérdelo allá...
donde las mariposas no alumbran
y se salen de madre las estrellas
y no llueven a cántaro las palomas.

XI

-Eres agresivo al hablar. Eres amargo, nauseabundo y áspero escribiendo. Tu remedo de vida es una majadería. Y tu “oración”... esputo ácido con hábitos de franciscano. A nadie convences clavándole el puñal en la barriga.

Dicaroa me despierta, echado junto a la pata de la cama. Continúa:

-Te escurre el rencor por las orejas, largas puñetazos, patadas sin importarte a quién derribas. Esta ciudad, muy a tu pesar, es tuya, convéncete. Es mía la ciudad, es nuestra. Ellos somos nosotros en la conjugación del pueblo. Nosotros somos ellos. En esta ciudad naciste y si quieres morir aquí has de hacerlo. En tierra ajena, grábatelo, nunca podrás descansar a muerte suelta.

Dicaroa gruñe, pela las encías desdentadas. Guardo silencio. Me estoy acostumbrando a fingir que bebo, sin chistar, las pócimas de los viejos.

XIII

Por las calles de mi ciudad deambulamos Dicaroa y yo. Él furioso, yo desnudo, contento. Las tripas de mi pueblo son angostas y por ellas transitan los maniquíes recién fugados de los escaparates.

Los monigotes se cuentan por cientos y por miles. Todos al saludar murmuran “compro” y al despedirse “vendo”. ¿Dije ya que en mi pueblo, como en los otros pueblos, todos ofertamos y adquirimos todo? Menos las llaves de los grilletes.

En el pueblo hay cines, mercados, monjas, oficinas de burócratas, burdeles, cafeterías, clubes y congregaciones. En el pueblo tenemos cantinas y burdeles. En mi pueblo los policías temporaleros se dan como por riego, lo mismo que las cárceles, las cantinas, los bules y los camposantos. ¡Ah, en mi ciudad existe un pequeño jardín y un gobierno liliputiense!

En mi manada de casa albas con tejas sanguinolentas coleccionamos basura por mandamiento ancestral. En la punta del cerro más fétido, las autoridades civiles, eclesiásticas y militares, han plantado un letrero que dice: “Crear un monte con la basura. Que cada ciudadano levante un monte con sus propios desperdicios. Creemos una cordillera con nuestros desechos, tan elevada que puedan los viajeros contemplarla desde lejos y su aroma se extienda hasta la curvatura del mundo. Aprende a convivir con la basura; báñate, recréate en ella. Estrictamente prohibido quemar la basura”.

XIII

Caminamos, vitriólico Dicaroa y yo bien briago, jerigonzo, desnudo. A mi derecha conversan dos rebozos de barbas grises:
-Fíjese comadrita que sufro una pena inmensa por mi hijo.
-Ta’ enfermo...
-Mmm... Ojalá, comadre, dios la oyera. Se le ha metido el demonio.
-¿El diablo?
-Satanás. ¡Figúrese! Ya no quiere vestir de alma pura ni ofrecer flores a la Virgen. Ya no cree en los Santos Reyes y, lo peor, comadrita, lo peor, el incapaz se ríe del padrecito que dice groserías en el templo a las mujeres con chamacos llorones en los brazos.
-¡Válgame Dios!

Abren las bocas más grandes que una noria, que una cueva, que las grutas de Cacahuamilpa.

-¿Qué pecado habré cometido para que diosito así me castigue?... Era un ángel mi hijo y ya le nació el rabo.

Me aparto de las grutas, Dicaroa conmigo. Arriba, el cielo padece viruela de estrellas. “Déjense venir, culeras. Préxtenme la bacha de su mal”, grito impulsivamente. Dicaroa me reprocha con la mirada. Me tiene hasta la médula de los huesos.

XIV

Las madres de mi pueblo sangolotean a Dios. No le suplican, exigen. Se hablan de tú con los milagros y las aureolas. Jamás imploran en cuestiones místicas, amenazan.

Las madres de mi pueblo tienen la matriz hinchada de querubines. Ángeles, ángeles de barro, digo. Ángeles de pastorela, tiene unos su gloria en el chemo, en las pingas, en los hongos, en la mota y el trago.

La tienen otros sitiada por burdeles. Hablan el celestial lenguaje de la carne rentada y el de los ardores eternos hasta que la penicilina nos repare.

Ángeles de procesión, tiene, los menos, el cielo al portador. Querubines, querubines, querubines de alegoría.

XV

Derramado sobre las greñas del jardín, me propongo restaurar los cuentos que jamás me pintó mi padre. Tres metros arriba de mis nostalgias las hojas de jacaranda se contorsionan. Un soplido después, caen, se quiebran.

Maduran los potreros las espigas y se frotan vientre con vientre. Se quieren las espigas mucho más que los hombres con la cínica simplicidad de sus granos. El sol, otra vez el sol, monta nube nueva y desaparece al trote. Tras la cerca de piedras la naturaleza ondula. Oigo con los poros de la piel la voz del monte.

Dicaroa estampa en mi esqueleto una mirada de “ego te absolvo, aunque merezcas fundirte en el infierno”.

Miro pasar las cabras mientras juego a la creación amasando bolas de lodo hediondo. Tiran las cabras a la cima y se burlan de mí.

XVI

Arranco un puño de pelos al jardín. Me incorporo. Tengo una cita conmigo mismo en el café. Las carcajadas de las cabras se cuelan en mis zapatos, me lastiman. Llego a la cafetería.

El sitio está concurrido como de costumbre. Ocupo una mesa apartada. Hasta ahí llega un joven con pantalón y camisa tornasolados. Toma asiento enfrente mío: Dispara:
-Soy Meraqui... ¿Y tú?
-Yo. Meraqui me suena a quimera patas arriba.
El muchacho es una copia exacta de mi perro. Soy yo sentado en la silla de enfrente.
-¿Puedo saber a qué te dedicas?
-Puedes. Soy inventor. Invento almas de plástico que se puedan inflar indefinidamente.
-Imposible. Tarde o temprano explotarían.
-No con el material que empleo.
-¡Ora, loco! A nadie agradan las almas grandes.
-A mí tampoco. Me gusta pincharlas cuando se elevan. Me gusta que se oiga su explosión por todo el planeta.
-¡Uta con el sádico! ¿Sabes qué, maese? Tu invento es divertido pero viejo. He visto hombres hacer lo mismo: suben al pulpito con la sotana más raída y predican. Enseñan a aborrecer los zapatos a los descalzos y el dinero a quienes nunca lo han olido. Advierten: No robarás. Aunque tus hijos se mueran de hambre, aunque te expriman la vida entera, no robará. A las flores del campo Dios viste de gala, dicen, y a las aves proporciona trigo fresco, abundante.
-Nomás que las flores no conciben desesperaciones ni paren aullidos. Y los pájaros no siembran, roban. “El dinero en abundancia pervierte. El lujo desmorona la fe”. En la iglesia te convencen, te inflan; en la calle te atropellan con su automóvil, te pinchan.
-Necesitan automóvil algunos en función de su cargo. Cualquier emergencia.
-A donde mismo se llega en Volkswagen que en Mercedes del año con vidrios polarizados.
-Son humanos, recuerda.
-Y hermanos nuestros.
-Las ovejas no deben reclamar a su pastor...
-El buen pastor marcha siempre detrás de su rebaño. Atiende a la oveja que se rezaga, a la que cae. Si marcha en automóvil, es difícil que te mire y probable que al pasar te apachurre las patas.

Meraqui es insoportable, más que yo. Me largo. Meraqui permanece. Yo me incrusto en los escándalos ajenos. Pienso en secreto como mi amigo pero soy pusilánime y me diluyo.

Meraqui, Meraqui, no sabes el mal que acarreas con tus verdades, los jesusmío ue provocas. Tu hocico es la mano que magulla los retoños. Es el lobo. Es la piedra que turba el agua.

XVII

La noche en celo me ciñe los hombros con sus brazos. La noche bohemia me invita a levitar. Viajando a bordo de la alfombra mágica –juro que no fui pasajero del petate trágico-, observo multitud de escenas que deberían se íntimas en cualquier pueblo. En cualquier pueblo, excepto en el mío.

Los niños berrean en la cuna. Son berridos que perforan el cuero y se atornillan en las venas. Sed no tienen, las ubres de la nodriza chorrean. La cuna viste de quinceañera, frío tampoco.

Las madres juegan. Se atragantan de cutículas, de cigarrillos, de cubas y de deudas. Quedan “puras” en el pako, perdidas en la canasta uruguaya, desfogadas en el póker. Las madres juegan, berrean los párvulos. Ambos lo tienen todo. ¿Qué querrán?

XVIII

La ciudad de la bola mágica, la del futuro inmutable, es mi ciudad. Nacemos en mi pueblo con el camino trazado, el zurco. Caminamos, cada quien por la trilla de su herida, con los zapatos echados al hombro, sin pico, ni coa, ni azadón. Caminamos sin pinceles para llenar de verde las orillas.

Si la vereda es corta llegamos pronto y salvos; si torcida a la zaga; si escabrosa, con las rodillas mordidas y al aire los huesos de los codos; si trunca, imposible llegar: el destino.

Mi ciudad se llama la ciudad de los veinte, veinte dioses putativos de Dios. Veinte cuernos de la abundancia que distribuyen la riqueza a su antojo, a su conveniencia, la conveniencia de nuestras almas, dicen ellos.

La ciudad de las veinte alforjas, de los veinte corazones de veintiún kilates, la ciudad de los veinte redentores. La ciudad de los veinte cántaros. Todos bebemos de ahí. Quienes prefieren morir de sed... ¡condenados!

XIX

Siempre he imaginado que lágrimas, sudor de ojos, jugo de cuerpos machacados, rocío de contentos, sangre de impotencia, son tan incógnitas como la muerte nuestra de cada día que nos bordan las madres en los pañales.

Nos hurgamos el vientre con Noé. Sentados en las ancas de una roca añeja, dejamos caer universos. Nos rebotan en las piernas, en los pies y se derriten luego en el cráter de las lamentaciones.

Se descuajaringa el Arca, amenaza con hundirse. Nos taladran las termitas. Los cuervos ¿dónde están? El Arca parió cuervos y los cuervos volaron, los enviamos ¿dónde están? El ramo verde en el pico ¿dónde?

Las palomas de mi pueblo, carne de chacales, han perdido la noción del viento.

XX

Dicaroa se muere.

Buscó para transpirar el alma una mancha de sombra bajo la higuera. Las hormigas suspendieron su monótono acarreo de hojas. Las gallinas dejaron de poner. Las lombrices han guardado un respetuoso mutismo. Ni el sol aúlla.

Dicaroa agoniza preso de convulsiones. Cuanto hubiera querido ladrar se le ha vuelto espuma blanca en el hocico. Acaricio su panza hinchada. Él me mira con sus ojos húmedos. Todo lo visto se reduce a dos gotas. “Si mi perro hablara”, pienso. “Si ladrara mi amo”, piensa.

Me aterra la violencia de las muertes silenciosas. Me violenta la impasibilidad de las higueras. Le cierro los párpados al recién exiliado. Me propongo desprender de los postes los jirones de su biografía.

¿Por qué no se desploma el cielo cuando los perros mueren?

XXI

Despierto.

Deliberadamente despierto. Escribo que dejo de dormir, con plena alevosía, porque tengo sed de las piernas de la Monroe, porque extraño el chiflón que le alza las faldas.

Escribo mi guarida con las paredes descascaradas y un poster bobalicón de Angélica María y una postal de los Beatles espiando por la ventana. Escribo manzanas verdes y libros de Papini sobre el colchón agrietado.

Escribo hermanos dispersos por la casa, flores raptadas de cualquier huerto, mis zapatos con las fauces desmesuradamente abiertas. Escribo la Torre de Babel de los adultos.

Escribo calle y patadas en los muros hasta hacerlos gritar. Escribo.